Lo primero que hago, es calzarme unos pantalones ajustados pero siempre cómodos en caso que sea necesario correr. Luego, me pongo mi chaqueta, obviamente, por el lado de adentro; naranjo brillante, para sobresalir entre las lacras, para que todos sepan quien soy y que pertenezco.
Mis botas están lustradas, punta de fierro y siempre prestas a batallar. Antes de salir, me observo detenidamente en el espejo y pienso que de verdad me veo rudo.
Los chicos y yo siempre nos juntamos en el mismo lugar y a la misma hora, y nos gusta caminar y asombrar a los transeúntes que nos reprueban con la mirada.
Cada sábado es el mismo recorrido; caminamos por la ciudad y finalmente llegamos a nuestro destino. Cuando nos ven entrar, ya saben que estamos dispuestos a todo. Nos llaman hooligans, y tienen razón.
Cada sabado, la rutina es la misma. Llegamos al mismo lugar, defendiendo nuestro bando y en las gradas esperamos lo peor. Abajo, en el campo de batalla, la competencia es brutal. Y no nos quedamos ajenos a ella. Saltamos en las gradas, destrozamos todo a nuestro paso, insultamos a quien se cruce por delante, golpeamos a quien se nos enfrenta (aunque muy pocos se atreven).
A veces pensamos que estamos hechos para esto; somos hijos de la violencia, de las calles y aquí encontramos nuestro nicho: en la competencia, en el enfrentamiento y en representar con el corazón, y hasta las últimas consecuencias, a nuestro amado equipo de ajedrez.